A 50 años del Mayo Francés
01 Junio 2018
Por Jorge Enríquez
Diputado Nacional Bloque Cambiemos
En estos días se cumplen 50 años de un célebre episodio histórico, el “Mayo Francés”, que consistió en un movimiento contestatario de origen estudiantil, pero que se extendió a otras capas de la sociedad, como la gremial.
Aquel movimiento tuvo en vilo a Francia durante algunas semanas. París se convirtió en un verdadero polvorín. La protesta estudiantil provocó una crisis institucional. El mismo general Charles De Gaulle tuvo enormes vacilaciones. Osciló entre el tono severo y el conciliador.
Recordemos brevemente los hechos. Hacía diez años que presidía el país De Gaulle. Fue una década de gran crecimiento económico. Luego de las turbulencias políticas de la Cuarta República —un régimen parlamentarista inestable— y de la Guerra de Argelia, la Quinta República, con un sistema semipresidencialista, que operaba en la práctica como un presidencialismo más fuerte que el norteamericano, había traído un clima de paz y prosperidad. Pero desde mediados de aquella década la figura de De Gaulle venía perdiendo el amplio consenso que había despertado originalmente.
Para la izquierda y para gran cantidad de jóvenes, el viejo general era un presidente autoritario, poco permeable a los cambios políticos, económicos y sociales de esos años. En 1968, por una serie de circunstancias, habrían de hacer eclosión las visiones que desde distintas tendencias ideológicas cuestionaban no solo la autoridad presidencial, sino la autoridad misma.
Los incidentes comenzaron en la Universidad de Nanterre el 22 de marzo. A partir de mayo, el epicentro de las manifestaciones y las barricadas fue La Sorbona, en París. A los estudiantes se unieron los sindicatos y los partidos de izquierda. El Barrio Latino se transformó en un polvorín. El gobierno tardó en reaccionar. Si bien reprimió las protestas, finalmente, ante una creciente sensación social de vacío de poder, aceptó entablar negociaciones con las organizaciones gremiales, que concluyeron con los acuerdos de Grenelle, suscritos el 27 de mayo, por los que se determinó un incremento del 35% del salario mínimo industrial y del 12% para todos los trabajadores.
Pese a los beneficios obtenidos, la mayoría de los trabajadores rechazó el acuerdo. El líder del Partido Socialista, François Mitterrand, exigió la renuncia del presidente De Gaulle.
Entonces, este pronunció el último gran discurso de su carrera política. Sostuvo enérgicamente que no renunciaría y anunció la disolución de la Asamblea Nacional y la convocatoria a elecciones legislativas en 40 días. El resultado de estas fue favorable al gaullismo, que aumentó su representación parlamentaria, con lo que se tuvo por finalizada la conmoción de las semanas precedentes.
Pero el gran sacudón no habría de pasar sin consecuencias. Pese a su mejoría electoral, el Gobierno de De Gaulle se hallaba debilitado. En abril de 1969, decidió redoblar la apuesta con un referéndum sobre la descentralización territorial, que era en el fondo un pedido de un voto de confianza. Dijo que si no triunfaba en él, renunciaría. Honró su palabra. Perdió, renunció, se retiró de la vida pública; falleció al año siguiente.
¿Qué quedó de esas turbulencias? En el plano político, poco y nada. El sistema democrático se mantuvo firme y el mismo partido siguió gobernando por muchos años más. En el plano social, es innegable la liberalización de las costumbres, en Francia y en todo el mundo occidental, pero esta era una tendencia que no había comenzado con el Mayo Francés.
Para el filósofo francés Luc Ferry, el efecto fue paradójico: "Porque lo que sucedió en mayo del 68 estaba inscripto en la lógica del capitalismo, tan inteligentemente analizado por Joseph Schumpeter: hemos vivido un siglo XX de deconstrucción de las autoridades y los valores tradicionales, una deconstrucción indispensable para el surgimiento del consumo de masa. Los soixante-huitards fueron los cornudos de la historia. Querían cambiar el mundo, crear una sociedad anticapitalista, sin clases, sin explotación ni alienación, y terminaron pariendo un mundo liberal en el cual viven hoy como peces en el agua. Lo mismo que sucede en el arte contemporáneo: los artistas son de izquierda, pero los compradores son de derecha y, al final, el bohemio y el burgués se reconcilian en la figura de la renovación destructora".
Suele tenerse del Mayo Francés una visión romántica. Se lo imagina como una revolución libertaria, que abrió nuevos caminos y que marcó un antes y un después en la democratización de la sociedad. En verdad, esa revolución, que fue pura retórica, sin embargo, ha dejado un legado, en muchos sentidos pernicioso. El famoso lema "Prohibido prohibir", pese a ser una notable estupidez, no dejó de calar hondo en muchos progresistas "a la violeta".
No hay sociedad organizada, sin prohibiciones. La discusión no es si hay que prohibir o no, sino, en todo caso, qué hay que prohibir. A nadie se le ocurriría no prohibir el homicidio o la violación.
La democracia, siendo el sistema político que más libertades nos otorga, incluye un catálogo de prohibiciones que hace a su misma esencia, mal que les pese a los "pseudoprogres", que no entienden que, cuando la sociedad es atacada por comportamientos prohibidos, como el terrorismo, el homicidio, el robo, la violación, la discriminación, la corrupción, etcétera, la ley democrática debe reprimir esas conductas disvaliosas o antisociales para restaurar el orden jurídico resquebrajado.
Pero, claro, si no entendemos ello, seguiremos, también, sintiendo escozor por palabras como "autoridad", "legalidad" u "orden", que expresan tres conceptos básicos, sin los cuales no tendremos jamás libertad.
El Mayo Francés significó, también, el ablandamiento del sentido del esfuerzo. Los alumnos consideraron que tenían un "derecho al diploma", y que, si no lo obtenían por sus malas notas, no era su culpa sino la de la escuela. Contrariamente a lo que sostenían sus cultores, aquellos días marcaron el comienzo del capitalismo financiero, sin referencias éticas ni morales, del consumismo, del culto al dinero y la especulación, del desprecio por la cultura del trabajo y de la solidaridad.
Aquel apotegma escrito en las paredes de la Sorbona: "Vivir sin obligaciones, gozar sin trabas", es la clave para comprender que mayo del 68 fue la cuna del relativismo moral e intelectual, del "todo vale", de la idea de que no hay distinciones entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal.
Como país periférico, la Argentina recibe las innovaciones de los centros mundiales con cierto retraso. "Prohibido prohibir", una de las consignas del Mayo Francés, llegó con una demora de más de treinta años, pero fue de inmediato adoptada con entusiasmo.
Toda sujeción a una regla resulta sospechosa. A partir de ello, fue lícito tomar comisarías o colegios, impedir que miles de personas transiten pacíficamente por la calle, amedrentar con palos y capuchas, agredir a legisladores cuando no es del agrado de algún grupito organizado lo que dicen o lo que votan. Cualquier consecuencia que esas conductas suscitaran en el orden jurídico sería considerada represora. Cualquier autoridad es cuestionada, comenzando por la de la ley.
Francia ya lo dejó atrás. Algunos lo recuerdan con nostalgia, como se recuerdan todas las cosas de la juventud. Pero no más que eso. Los argentinos debemos dejar esa adolescencia tardía. Felizmente, estamos recorriendo ese camino. En democracia, la autoridad de la ley es progresista, no reaccionaria. Sin ella, solo hay violencia e irracionalidad, con su secuela de pobreza y decadencia.